El 22 de abril de 1970 fue proclamado por primera vez - en USA - el Día
Internacional de la Tierra, hábitat natural de nosotros los humanos, animales y
plantas. Esta proclama dio lugar a la creación la Agencia de Protección
Ambiental (EPA). Dos años después, en la Conferencia de Estocolmo, los
gobiernos del mundo dialogaron, por primera vez, sobre la situación del medio
ambiente.
Quizás, hoy valga la pena recordar el camino transitado por la ciencia
para comprender que la estrecha relación existente entre nosotros y la Gaía, la
Gea, la Pachamama o simplemente, la Tierra está muy lejos de ser una idea
romántica.
En la antigua Grecia, el universo era concebido como una totalidad
orgánica, cuya característica principal era la interdependencia entre los
fenómenos físicos y espirituales; el hombre era parte de esa totalidad, parte
de la naturaleza y su vida transcurría en armonía con la misma. Para
Aristóteles, “el todo es más que la suma de sus partes”, concepto luego
olvidado que cobraría nuevo protagonismo a mediados del Siglo XX con la Teoría
General de los Sistemas: “el todo es diferente a la suma de sus partes”. Hoy,
ya no podemos desconocer que la Tierra y todos sus ecosistemas constituyen una
totalidad organizada cuyas partes se interrelacionan entre sí de modo tal, que
cualquier acción sobre una de ellas repercute en las demás.
Con el advenimiento de la Edad Moderna, la ciencia dio un giro
espectacular y abandonó los postulados totalizadores de la metafísica. Galileo,
Descartes y Newton encontraron en la sociedad europea un terreno propicio que
les permitió sustituir las explicaciones aristotélicas, basada en el mundo
organizado de los seres vivos, por una concepción mecanicista basada en el
mundo de los astros y las máquinas. El cambio, la evolución, la transformación
eran sólo meras apariencias circunstanciales de una realidad mecánica e
inmutable. Se excluyeron las diferencias y la diversidad, los límites entre
disciplinas se erigieron como infranqueables, el sujeto fue definido como una
esencia absoluta y reinó el determinismo sin cabida para el azar. Al
pensamiento cartesiano sólo le interesaban las idealizaciones matemáticas, y el
mundo separado y distanciado de la naturaleza fue privado de su encantamiento
para recuperarlo sólo siglos después gracias a las investigaciones del premio
Nobel Ilya Prigogine.
El nuevo conocimiento de la modernidad no era desinteresado. La sociedad
europea de la época - empresarial y comercial - estaba apta para aceptar el
desarrollo dinámico e innovador que le proponía la ciencia moderna a través, no
sólo de sus nuevos postulados sino también a través de la oportunidad que le
brindaba la invención de nuevos instrumentos. El telescopio de Galileo permitía
avistar las naves enemigas dos horas antes que a simple vista. La brújula, la
imprenta, la pólvora, contribuyeron a desestabilizar la sociedad medieval y a
introducir a Europa en la Edad Moderna.
Este modelo general fue válido tanto para pensar el mundo físico, como
para el lenguaje y los conceptos, y todavía lo sigue siendo en muchos aspectos
de la ciencia y de nuestra vida cotidiana.
Hacia mediados del Siglo XX, a la comunidad científica no se le escapaba que las tesis del pensamiento moderno, se tornaban cada vez más problemáticas. Fue así, que ante el avance de la ciencia y de la tecnología se volvía cada vez más imperioso desarrollar una teoría general de la organización. El biólogo austríaco Ludwig Von Bertalanffy daba a conocer su “Teoría General de Sistemas” (T.G.S.) que vino a responder, al menos en gran parte, los interrogantes planteados. Concibió una explicación de la vida y de la naturaleza desde la biología, en términos de un sistema complejo sujeto a interacciones y dinámicas, que luego se extendió a la comprensión de los sistemas sociales.
Nuevas y revolucionarias disciplinas como la Cibernética, la Teoría de
los Juegos, la Teoría de la Información y la Teoría de la Decisión, cuyos
principios convergían entre sí, contribuyeron al desarrollo de un nuevo
paradigma. Este nuevo paradigma se alejó de los modelos lineales de la
modernidad e hizo posible comenzar a pensar en términos de organización,
retro-alimentación, direccionalidad hacia una meta pre-establecida,
mantenimiento y cambio.
La ciencia y la filosofía debieron incorporar en sus tramas teóricas modelos no lineales para explicar y dar fundamento a gran número de fenómenos hasta ese momento dejados de lado. Paulatinamente, las concepciones estáticas fueron cediendo paso a las concepciones evolutivas y transformadoras de la naturaleza viviente. Hacia los años ’80, Ilya Prigogine, abrió las puertas de un universo donde nada está absolutamente determinado y en el cual el azar y la necesidad se conjugan en pos de la creatividad de nuevas organizaciones.
Prigogine sostiene la emergencia en nuestro tiempo, de una “Nueva
Alianza”, diferente a aquella otra postulada por los griegos, pero alianza al
fin: “la ciencia desarrolla un nuevo mensaje que trata de la interacción del
hombre con la naturaleza, así como de la interacción de los hombres entre sí”… “Todo
lo que hace una unidad repercute sobre el sistema global y viceversa”… “La ciencia
hoy ha reintegrado al hombre al universo que describe y a la cultura a que
pertenece”... “Ha llegado el tiempo de nuevas alianzas: hombre y naturaleza,
ciencia y creatividad, orden y desorden, azar y necesidad”.
Dice Denis Najmanovich: “sus aportes en la búsqueda de un nuevo
paradigma... abrió las puertas de la ciencia al estudio de la complejidad y del
tiempo..., a la integración con otras disciplinas... que nos ayuden a componer
una imagen más armónica de la naturaleza y del hombre como parte integrante de
ella”.
La Declaración de Río de 1992 converge con el punto al que hemos
arribado en ciencia, al recomendar promover la armonía con la naturaleza y la
Tierra a fin de alcanzar un justo equilibrio entre las necesidades económicas,
sociales y ambientales de las generaciones presentes y futuras. A pesar de ello,
los problemas ambientales se han profundizado fruto del “desarrollo” y nos
preocupa. Pero al mismo tiempo, hoy es un día de esperanza para muchos de
nosotros, porque innumerables personas en el planeta reflexionan sobre la
realidad global y deciden con su accionar asumir el discurso de la preservación
del Planeta: clasifican la basura, siembran árboles, cuidan los animales y las flores,
utilizan bolsas reusables, prefieren no tener equipos de aire acondicionado y
buscan alternativas energéticas amigables, contribuyen a la fe en que las cosas
cambien por el bienestar colectivo de presentes y futuras generaciones, se
interesan por las aguas, compran solo lo necesario y se manifiestan cuando hay
algún ecosistema en peligro. Y aún, cuando los esfuerzos de ciudadanos comunes
no tengan el impacto prometido por las políticas de los Estados, tarde o
temprano los gobiernos tendrán que ponerse de acuerdo para asumir sin ambigüedades
el cuidado del Planeta.
Dora Davison
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