Una colección de libros infantiles de Librería de Mujeres Editoras abre el abanico de las constelaciones familiares para que niños y niñas puedan mirarse en espejos diversos y aceptar la invitación de mostrar su propia familia como un gesto tanto de orgullo como de afirmación.
La nena de rulos está preocupada, tiene miedo de que la polilla que descubrió en su ropero se coma su vestido de lunares rojos porque el rojo seguramente sabe a frutilla. Lo del gusto a frutilla se le ocurrió a ella, el peligro que corre su vestido es una advertencia de sus madres que después la acompañarán, en feliz armonía, a cazar la polilla dentro del ropero. De eso se trata Mi vestido a lunares, uno de los libros para primeros lectores que integran la colección Esta es mi familia, de Librería de Mujeres Editoras. En este, como en la mayoría de los seis cuentos que integran la colección, la particularidad de una nena con dos mamás, de una familia que no suele ser retratada en los libros infantiles, no es lo central de la historia sino una idea que se presenta completamente naturalizada y que recién al final recupera su importancia y abre la posibilidad del diálogo. En las últimas páginas el retrato de la familia protagonista se presenta con la rúbrica: “Esta es mi familia”. Directamente enfrentado al retrato, un rectángulo blanco pregunta: “¿Y la tuya?”. Así, con esta operación sencilla se abre el abanico de la diversidad sin que haya un fiel de balanza marcando supuestos parámetros de normalidad.
Esta es mi familia es la tercera colección de Librería de Mujeres dedicada a niños y niñas; las otras dos, Yo soy igual y Mi sexualidad también exhiben desde el título el ánimo pedagógico orientado a “la defensa de la diversidad, a la reivindicación del papel de las mujeres en la sociedad y a trabajar por un mundo más igualitario entre mujeres y varones”, según la declaración de principios que se anota en contratapa. Aunque revisando las ilustraciones de las tapas que se reproducen las aspiraciones parecen achatarse un poco, como si aquí también hubiera un techo de cristal que impide volar más alto cuando se trata de dar contenidos a los y las más chiquitas. En Yo soy igual, los títulos se reducen a Mi mamá es taxista, por ejemplo, para después reemplazar ese oficio por otros como conductora de subte, albañil, cirujana o electricista. Y Mi sexualidad presenta la paradoja de ilustrar “el nacimiento de una nueva vida” con la típica imagen de papá, mamá y bebé en sus brazos.
En la colección dedicada a las familias, todos los cuentos son escritos por María Victoria Pereyra Rozas e ilustrados por Fernando Belisario, cuyo trabajo se luce en algunos casos más que en otros. Lo que seguro podría apuntarse es que un poco más de diversidad tanto en la escritura como en las ilustraciones haría ganar a la colección que decae, justamente, cuando faltan historias y la historia entonces se reduce a mostrar el armado de una familia en particular, como si el fin pedagógico o militante pudiera suplir lo que niños y niñas buscan en los cuentos: una invitación a viajar con la imaginación, a inventar mundos propios, a despertar la curiosidad, sentirse acompañados y acompañadas, estimular las ganas de seguir buscando aventuras en otras páginas, entretener, etc., etc. Todo este entusiasmo que pueden despertar los libros de cuentos hace agua cuando se proponen como un simple medio para transmitir determinado contenido, algo que puede aplicarse a cualquier otro formato expresivo.
De todos modos, las buenas intenciones están y no deja de ser un alivio para niños y niñas poder mirarse en el espejo de familias tan disfuncionales como suelen ser las familias en la vida cotidiana sin tener que limitar esa “disfuncionalidad” a la muerte del padre o de la madre, como pasa en tantos relatos ya tradicionales. Aquí no sólo hay familias que fundan dos mamás o dos papás, también aparecen familias ensambladas, monoparentales, intergeneracionales –en las que conviven tres y hasta cuatro generaciones–, con hijos o hijas adoptivas, etc. Y siempre está abierta la chance de convertirse en protagonista y de habilitar la palabra llenando ese espacio en blanco que cada quien llenará con la imagen de su propio entramado de afectos tan necesario para crecer, para vivir.
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